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Crónicas al Estremo | ¿Cuál libertad?

Tomad al revolucionario más radical y sentadlo en el trono de todas las Rusias e investidlo de poder dictatorial: antes de un año ¡será peor que el propio Zar!

Mijaíl Aleksándrovich Bakunin

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“Clase contra clase… hasta la victoria. El enemigo es el patrón, el fascista y el especulador, no quien tiene la piel de otro color.” Mural en Napoli (Italia), Sebastián Estremo (2019)

Por: Sebastián Estremo

(Interrumpo la serie de crónicas por el mundo solo por un instante…)

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Autlán de Navarro, Jalisco. 10 de noviembre de 2020. (Letra Fría) El 3 de noviembre cumplí 29 años. No son muchos, pero tampoco son tan poquitos. Es decir, que soy parte de la generación que en estos momentos está pasando por la etapa de ser “jóvenes adultos”.

Hace unos días vi un par de mapas. El primero trataba sobre la edad promedio en la que los jóvenes abandonaban la casa de sus padres y el segundo sobre la proporción de “jóvenes adultos” (entre 25 y 34 años) que aún no abandonan el nido. Ambos en Europa. En el primero contrastaban países como Suecia o Islandia con un promedio que no rebasaba los 18 años con Italia o Rumania cuyo valor superaba los 30. En el segundo mapa los nórdicos no superaban el 5 por ciento y mientras que italianos y rumanos se acercaban al 50 por ciento.

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El patrón general indica que en los países del Mediterráneo y Europa del Este los jóvenes tardan mucho más tiempo en salir de casa de sus padres que en los países nórdicos, Reino Unido, Francia, Alemania, Suiza y el Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo). Es decir, un enorme contraste entre la Europa “rica” y la que es, a lo mucho, no es tan rica.

En Estados Unidos, según datos del Pew Reseach por primera vez desde hace más de setenta años la mayor parte de sus “jóvenes adultos”, -para ser exactos, el 52 por ciento-, vive todavía con sus padres. En su estudio consideraban “jóvenes adultos” a aquellos que tienen entre 18 y 29 años. Estos valores son muy altos en comparación con los que arrojaron entre 1950 y 1990 (es decir, durante toda la Guerra Fría antes de que el neoliberalismo atacara con toda su fuerza) que no superó nunca el 35 por ciento.

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Si bien el COVID-19 algo tuvo que ver en ello, en febrero de este año ya el porcentaje era del 47 por ciento. Es decir, esto no es por la pandemia, sino que es un proceso que lleva como menos unos treinta años agudizándose.

El dato para México varía de una fuente a otra y depende del rango de edad en el cual se considere a los “jóvenes adultos”, pero a grandes rasgos sigue la tendencia de los Estados Unidos y los países del este de Europa y el Mediterráneo.

«No hay que luchar por la paz. Hay que luchar por el entendimiento de las cosas». Mural en Morelia, Sebastián Estremo (2013). Mural en Morelia, Sebastián Estremo (2013)

Cuando surgen discusiones sobre estos temas pareciera ser inevitable que las personas tanto de mi generación como la de “nuestros padres”, caigan en infantilismos baratos carentes de rigor analítico en que se echan la culpa entre unos y otros por la situación actual. Que si unos son flojos, que si los otros lo arruinaron todo, que si una es generación de cristal, que si la otra es conservadora, etcétera. Yo no pienso caer en esas tarugadas. Ninguna generación es mejor que la otra (bueno, tal vez la de “nuestros padres” tenía mejor gusto musical, eso sí), pero ambas son producto de diferentes contextos políticos y sociales que han condicionado nuestras vidas y nos han forjado.

Las grandes revoluciones sociales de la historia han luchado por algo a lo que nuestra generación ya no aspira: la tierra. Los campesinos de la Makhnovtchina en Ucrania y los revolucionarios rusos luchaban por ella. En México el lema de los zapatistas era ni más ni menos que “Tierra y Libertad”. En mi columna sobre Rumania (véase “Otros tiempos y otros mundos más allá de los Cárpatos”) ya les contaba como en aquel país, y en la mayor parte de los países que formaron parte del bloque socialista, hasta la caída de la Unión Soviética toda la gente era dueña de su propia vivienda. Habrá habido muchas carencias y aspectos criticables de otro tipo, pero todos eran dueños de su terruño y los beneficios de esto son latentes hasta hoy. Algo impensado en cualquier país bajo la esfera de influencia estadounidense. Mientras tanto “nosotros” somos la primera generación de la historia que al morirse muy probablemente no será dueña de un pedacito de tierra. Al que le vaya no tan mal tal vez logrará hacerse de un departamento, pero no hay que engañarse, “poseer” aire no es para nada lo mismo que ser dueño de la tierra. Si no me creen pregúntenle a muchos de los damnificados por sismos o inundaciones en años recientes.

La vida ya no es como hace tres décadas. Los trabajos ya no abundan y la posibilidad de hacerse de una casa o un terreno es cada vez más complicada. Si a mí me preguntan, en términos económicos no hay nada más importante que ser dueño de tu propia casa. Hay que tener donde caerse muerto. Después de todo no salió de la nada el chiste de los tíos que en las reuniones familiares se pelean por el terreno. Es algo real. La generación de “nuestros abuelos”, o sea de “los padres de nuestros padres” son muchas veces los que producto del ímpetu revolucionario y las luchas obreras de principios del siglo pasado lograron hacerse de “un algo”. Es ahí donde crecieron sus hijos, quienes, a la muerte de sus padres, suelen fraccionar, vender o hasta intestar el lugar donde dieron sus primeros pasos. Esto no es para nada algo nuevo y pasa hasta en las mejores familias… es más, hasta en imperios, como el de Carlomagno. Pero ¿qué sucede con nuestra generación?

«Si nadie trabaja por ti, que nadie decida por ti». Mural en Guadalajara, Sebastián Estremo (2020).

Para empezar muchos de los “jóvenes adultos” de hoy crecieron en casas que ya no eran propias, sino que sus padres rentaban o compartían con algún otro familiar. Los espacios se fueron haciendo cada vez más chiquitos. Algunos de la generación de “nuestros padres” creyendo que las cosas serían como en tiempos de los suyos, no dudaron en lanzar los dados y se endeudaron por años con la intención de replicar el modo de vida de sus progenitores. Algunos lo lograron, pero la mayoría fracasó. Esto dio como resultado que la estabilidad económica en la que crecieron “nuestros padres” y “nosotros” fuera en términos generales diferente (habrá quién no, pero son excepciones o casos muy particulares). Una persona no se desenvuelve con la misma soltura en la vida sabiendo que si todo sale mal siempre puede regresar a casa, a uno que constantemente vive con el estrés de quedar en la calle. Si a esto le sumamos que, al menos en México, el poder adquisitivo con respecto al salario mínimo se ha reducido considerablemente estamos hablando de dos contextos completamente distintos. De dos seguridades y hasta dos autoestimas diferentes.

Sin embargo, en el ideario colectivo las metas de lo que uno se supone tiene que hacer siguen siendo las mismas. Como si fuera un videojuego en el que hay que ir pasando niveles. Conseguirse una pareja y un buen trabajo, ganar mucho dinero, comprarse una casa y un carro, tener unos cuántos hijos y adoptar un perro. Eso es lo que se nos vende como el modelo a seguir que nos llevará a la felicidad. Un modelo que nos ha llevado no solo a acumular frustraciones porque a veces simple y llanamente no se puede, sino también al colapso ambiental y la ruptura del tejido social en pro de un individualismo cada vez más exacerbado.

El mayor argumento que lanzan los defensores a ultranza del capitalismo es que bajo este sistema uno es libre. Yo me pregunto ¿cuál libertad? Si ni siquiera somos libres de desear lo que queremos. Que cada quién haga un sincero ejercicio de autorreflexión. ¿Es realmente este modelo el que nos hará libres y felices? ¿Es realmente esto lo que queremos? ¿O es que acaso lo queremos porque se supone que tenemos que quererlo? ¿No son acaso las mujeres mucho más que objetos para parir, tener una casa limpia y camisas planchadas? ¿No son los hombres mucho más que simples máquinas de carga o robots automatizados cuya meta en la vida va más allá de proveer en el hogar? ¿Acaso es tan corta nuestra visión de la libertad?

Mural en Hermosillo cuyo mensaje podría traducirse como “Solo aburrido entre más crezco” o “Entre más crezco más me aburro” («only bored as I get older»), Sebastián Estremo (2017)

He visto a las mejores mentes de mi generación aceptar trabajos que detestan y en los que son explotados para pagar los intereses de la deuda que adquirieron ya no digamos para comprar una casa, sino para pagar una renta de algún gris departamento compartido en alguna ciudad de este país. Se trabaja para pagar algo que nunca será nuestro y se vive en un lugar triste y/o peligroso para estar cerca del trabajo. ¿Qué libertad hay en ello? Sobre aquello del matrimonio y los hijos. Yo me pregunto ¿Qué proporción de los matrimonios de la generación de “nuestros padres” sigue en buenos términos? ¿Cuántos vivieron juntos tantos y tantos años sin odiarse? ¿Cuántas mujeres no tuvieron que soportar los malos tratos de un hombre que vivía permanentemente frustrado? ¿Cuántas personas no sacrificaron sus sueños con tal de cumplir con la meta de tener hijos y un matrimonio que aparentara ser perfecto cuando era en realidad un infierno? ¿Es acaso sostenible este modelo? ¿Cuántos de entre “nosotros” no fuimos educados por la televisión mientras nuestros progenitores desperdiciaban los mejores años de su vida haciendo rico a alguien más? ¿Dónde está la mentada libertad en eso? ¿Qué tan formateado está nuestro cerebro para no llegar siquiera a cuestionarnos que la vida podría organizarse de muchas otras formas? ¿Acaso esta supuesta prosperidad no es una vil mentira? Pero como diría Homero Simpson “para mentir se necesitan dos, uno que mienta y otro que crea”, no estaría mal que dejáramos de creer.

No me sorprende que una enorme proporción de los jóvenes del mundo más allá de los treinta sigan viviendo en casa de sus padres cuando la alternativa ante ello es esclavizarse en un trabajo mal pagado que no ofrece garantías ni al corto, ni al mediano, ni mucho menos al largo plazo. Entre aquellos afortunados cuyos padres sí son dueños de su propia vivienda puedo anticipar sin temor a equivocarme que a su muerte (si no es que desde ahora) seguirán los pleitos entre hermanos. Y los que no son tan afortunados posiblemente lo que les espera es una vida atados a un trabajo para pagar una renta, hasta la muerte o hasta que su fuerza de trabajo ya no sea tan productiva y como tantos y tantos adultos mayores en España un día llegue la policía para desalojarlos y mandarlos a la calle.

“Tanto va el esclavo a la urna que se siente ciudadano”. Mural en Napoli (Italia), Sebastián Estremo (2015)

Tal vez sea momento de madurar un poco y dejar de depositar nuestras esperanzas en las urnas y en las acciones individuales. De dejar de ver victorias donde no las hay. De ya no buscar responsables entre los que poco tienen ni tampoco pelear entre generaciones. De abrir los libros de historia sobre la Makhnovtchina. De estudiar las demandas y el ímpetu revolucionario de los soviets rusos antes de que fueran cooptados por la casta burocrática. De ver las virtudes, los errores y las experiencias de la Liga Comunista 23 de septiembre y el resto de las guerrillas mexicanas. De seguir más de cerca los procesos revolucionarios en el Rojava o de analizar la propuesta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y darnos cuenta que la lucha por la tierra y, sobre todo, por la libertad, es la misma que hace cien años… aunque no se vea igual.

Tal vez sea momento de replantearnos qué entendemos por libertad, qué queremos hacer de nuestras vidas y reconsideremos qué demonios significa tener un “buen empleo”. A veces es la necesidad la que manda, pero cuando menos, de mente y de espíritu, no hay que rendirse tan pronto.

Mural en Cherán K’eri, Sebastián Estremo (2015)

Twitter: @S_Estremo

MA/MA

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Sebastián Estremo nació en la Ciudad de México en 1991. Es Licenciado en Geografía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Maestro en Estudios de Asia y África con especialidad en Medio Oriente por El Colegio de México, se desempeña como cartógrafo y profesor particular de turco y de francés.

Apasionado por la historia, la geografía y los idiomas ha emprendido diversos viajes por México y el mundo recopilando las historias de vida de las personas que se han cruzado por su camino. Su género preferido es la crónica y su inspiración el periodista polaco Ryszard Kapuściński.

Ha publicado crónicas de sus viajes por el Kurdistán en medios independientes y artículos periodísticos y mapas en medios electrónicos.

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